EL MAESTRO JUAN MARTÍNEZ QUE ESTABA ALLÍ

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Nada mejor para celebrar el Día del Libro que hacerlo comentando uno que recomiendo a todos los aficionados a la mejor literatura, por la riqueza del contenido y la forma original y trepidante de narrarlo.

Publicado por la editorial Libros del Asteroide, El maestro Juan Martínez que estaba allí es el tercer libro que comento en Opticks de Manuel Chaves Nogales. Los anteriores fueron A sangre y fuego y Lo que ha quedado del imperio de los zares. En los tres el autor sevillano se manifiesta como un extraordinario cronista que presenta, valiéndose de diferentes personajes, las realidades que conoció como periodista y viajero.

Hace años descubrí a este escritor y me atrajo de él, al margen de la claridad de su prosa que huye de toda clase de artificio, su búsqueda de la verdad por encima de las ideologías. Una búsqueda que le convierte en alguien incómodo para los que detentan el poder, cualquier poder, porque no cuenta lo que quieren oír sino lo que ve en realidad.

De El maestro Juan Martínez que estaba allí, se dijo que era una novela, un relato inventado por Chaves Nogales, algo que él negaba afirmando que lo relatado se lo contó el propio protagonista, Juan Martínez, con el que coincidió en París.

A la sombra espectral del Moulin de la Galette, en el calvario pedregoso de la rue Lepic…, en aquel paisaje lunar que es hoy el corazón de Montmartre, va haciéndose viejo mi amigo Martínez.

Juan Martínez, nacido en Burgos, era un bailaor flamenco que, en junio de 1014, fue contratado para actuar en un cabaret de Constantinopla, y allá viajó junto con Sole, su mujer, bailaora también.

Yo tuve un gran éxito entre los musulmanes bailando el garrotín, la farruca y un baile por el estilo que se llamaba Moras, moritas, moras.

En Constantinopla les fue bien hasta que empezó la Primera Guerra Mundial, lo que supuso para ambos iniciar una huida que les llevó a Bulgaria, Rumanía, Odesa, Kiev, San Petersburgo y Moscú en 1917, ciudad en la que asisten al inicio de la Revolución Rusa.

A mí la toma del poder por los bolcheviques, los famosos diez días que conmovieron al mundo, me cogieron en Moscú vestido de corto, bailando en el tablado de un cabaret y bebiendo champaña a todo pasto.

Al matrimonio no le interesa la política, sino escapar de la guerra y sobrevivir en situaciones caóticas que me han recordado, aunque a mucha menor escala, las relatadas por George Orwell en su Homenaje a Cataluña. Di muchas vueltas de un lado para otro, huyendo siempre de los lugares donde se peleaba… En algunas calles mandaban todavía los guardias del zar; en otras mandaban los revolucionarios, y en otras ni Dios sabía ya quiénes mandaban.

La lucha entre los partidarios del Zar y los bolcheviques es feroz. La violencia convierte las calles en mataderos y la implantación del nuevo sistema que se inicia con órdenes de requisa, necesidad de salvoconductos, patrullas de vigilancia y proclamas políticas da lugar a un desbarajuste tal, que los alimentos y el petróleo para calentarse desaparecen y el hambre y el frío hacen estragos en la desprotegida población.

Los bolcheviques se creyeron que lo iban a arreglar todo a su gusto, de golpe y porrazo… Hacían a toda prisa inventarios, requisas, transportes e instalaciones de cooperativas, y la gente se moría de hambre, a pesar de aquellos buenos propósitos… Habíamos llegado a un régimen tal, que la pena de muerte contra el que tenía hambre o frío parecía naturalísima.

En busca de mejores condiciones de vida, Sole y Juan logran salir de Moscú y llegan a Minsk, ciudad ocupada por los alemanes en la que no se vivía del todo mal, pese a lo complicado de la convivencia entre los diferentes pobladores.

Cuando la situación empezó a estropearse: Protegidos por la comandancia alemana, salimos de Minsk en dirección a Kiev… Allí  la vida era barata y ni remotamente se pensaba en los bolcheviques.

En el cabaret Apolo, donde fuimos a trabajar, nos encontramos, sin embargo, con una novedad soviética. No había ya empresario: una sociedad o soviet local de camareros explotaba el negocio y cobrábamos a prorrata.

De Kiev, una vez en manos de los bolcheviques, pasaron a Gomel en Bielorrusia, donde también los bolcheviques se presentaron. Montaron sus oficinas, fijaron sus bandos manuscritos en las fachadas y se pusieron a repartir sus inevitables bonos para el pan… Repartir bonos y echar discursos eran cosas que hacían con la mayor facilidad del mundo. Dar de comer era ya otra cosa…Lo malo fue cuando empezaron las requisas a los aldeanos. Se lo llevaba todo: el pan, el trigo, la cebada, el ganado, los carros.

Pensando que tendrían más posibilidades de salir adelante al ser una ciudad mayor, nuestros protagonistas regresan a Kiev. Para poder comer, se unen al Sindicato de Artistas del Circo organizado por los bolcheviques; lo que no les libró de pasar penalidades, presenciar las brutalidades de la Checa y encontrarse en medio de las batallas entre los nacionalistas ucranianos, los cosacos, los ejércitos blancos, los bolcheviques, los polacos y los judíos masacrados por unos y por otros. Lo mejor era largarse de allí cuanto antes.

El “cuanto antes” no se produjo de inmediato y lo acaecido en Kiev puede calificarse de terrorífico hasta que pueden viajar a Odesa, en la que no sólo pasan hambre, también se enfrentan a una epidemia de tifus que hacía estragos, junto con la Checa.

Si eran poco el hambre y el tifus, padecíamos en Odesa otra plaga que rivalizaba en mortandad con las anteriores: la Checa. Era el verano del año 21.

Finalmente, y merced a una estratagema que les permite figurar en sus pasaportes como italianos, consiguen salir de Odesa hacia Constantinopla y asentarse por fin en París.

Aquí en París estoy ganándome la vida honradamente con mis castañuelas. Juan Martínez, rue Lepic, 110, tienen ustedes un amigo, un amigo de veras.

 

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