Convertir cada instante de la vida que pasa en acto literario para ahuyentar la angustia, para alejar la muerte (que se adivina próxima), para arrostrar la vejez y el fracaso, es lo que intenta hacer el editor retirado Manuel Riba, alter ego de Enrique Vila-Matas, en Dublinesca, libro que acabo de leer del prestigioso escritor catalán.
Enrique Vila-Matas ama profundamente la literatura, lo que se refleja en todas sus obras, repletas de citas, autores y anécdotas relacionadas con esta disciplina. Es lo que se ha dado en llamar “metaliteratura”; aunque según Vila-Matas la metaliteratura no existe, sólo existen los buenos y los malos libros, y los buenos no suelen ser fáciles de leer.
Sin embargo, Dublinesca, perteneciendo a la categoría de los buenos libros, no presenta excesivas dificultades para un lector medio. Desde el principio, interesa todo lo que concerniene al personaje principal: la relación que mantiene o que mantuvo con su mujer, con sus padres, con sus amigos, con los autores mejores y peores que conoció, con las ciudades que siente más suyas: Barcelona, Nueva York, Dublín, con el niño que fue, consigo mismo, con los fantasmales entes literarios que aparecen y desaparecen a lo largo de toda la historia.
El hilo conductor del relato es sencillo: Manuel Riba, que ha pasado la vida de editor buscando el genio que le dé sentido a su trabajo, ahora retirado y abstemio por prescripción médica, considera que la buena literatura que usa el libro como soporte ha muerto, y organiza un viaje a Dublín para enterrar lo que denomina “era Gutenberg”, haciéndose acompañar por tres amigos.
La estancia en Dublín, la celebración allí del Blomsday, la visita a los lugares en los que transcurre el Ulysses de Joyce; la evocación de autores, en su mayor parte irlandeses, por ejemplo, Samuel Beckett y el citado Jame Joyce, se entretejen con la necesidad de hallar una posible “epifanía”, de encontrar aquello que origina el genio artístico, de olvidar que “la soledad es una condición absoluta e insuperable de la existencia”.
El final de la historia dejo que lo averigüen los futuros lectores que, estoy segura, van a disfrutar con esta extraordinaria novela.
Enrique Vila-Matas ama profundamente la literatura, lo que se refleja en todas sus obras, repletas de citas, autores y anécdotas relacionadas con esta disciplina. Es lo que se ha dado en llamar “metaliteratura”; aunque según Vila-Matas la metaliteratura no existe, sólo existen los buenos y los malos libros, y los buenos no suelen ser fáciles de leer.
Sin embargo, Dublinesca, perteneciendo a la categoría de los buenos libros, no presenta excesivas dificultades para un lector medio. Desde el principio, interesa todo lo que concerniene al personaje principal: la relación que mantiene o que mantuvo con su mujer, con sus padres, con sus amigos, con los autores mejores y peores que conoció, con las ciudades que siente más suyas: Barcelona, Nueva York, Dublín, con el niño que fue, consigo mismo, con los fantasmales entes literarios que aparecen y desaparecen a lo largo de toda la historia.
El hilo conductor del relato es sencillo: Manuel Riba, que ha pasado la vida de editor buscando el genio que le dé sentido a su trabajo, ahora retirado y abstemio por prescripción médica, considera que la buena literatura que usa el libro como soporte ha muerto, y organiza un viaje a Dublín para enterrar lo que denomina “era Gutenberg”, haciéndose acompañar por tres amigos.
La estancia en Dublín, la celebración allí del Blomsday, la visita a los lugares en los que transcurre el Ulysses de Joyce; la evocación de autores, en su mayor parte irlandeses, por ejemplo, Samuel Beckett y el citado Jame Joyce, se entretejen con la necesidad de hallar una posible “epifanía”, de encontrar aquello que origina el genio artístico, de olvidar que “la soledad es una condición absoluta e insuperable de la existencia”.
El final de la historia dejo que lo averigüen los futuros lectores que, estoy segura, van a disfrutar con esta extraordinaria novela.