Una temporada para silbar, del escritor norteamericano Ivan Dorg, es un libro atrayente por el título y por el contenido.
Por el título, ya que la palabra “silbar” trae consigo imágenes de tareas realizadas con gusto, de paseos tranquilos sin que ninguna preocupación altere nuestro ánimo, de juegos infantiles, de concursos risueños, y hasta de que, esto lo sabe bien el mundo salesiano, el solo hecho de saber silbar devuelva a un joven pobre e iletrado su perdida autoestima (Bartolomé Garelli).
Por el contenido, porque la historia habla de una escuela unitaria en Montana en el año 1909 y está contada por un hombre que ama la educación y que, desde su puesto de Superintendente de Instrucción Pública a finales de la década de los 50, cuando debe iniciar los trámites administrativos que harán desaparecer las escuelas unitarias, evoca aquellos acontecimientos que marcaron su infancia, ligados a la escuela y a las áridas tierras de las que su padre se esforzaba por sacar dificultosamente algún provecho.
La vida de ese niño, Paul, y su familia puede parecernos muy próxima a ciertas series televisivas de nuestra infancia, pero la obra en sí huye de sentimentalismos y no es ni mucho menos azucarada.
Todo empieza cuando el padre del protagonista, que se ha quedado viudo con tres hijos pequeños, decide contratar un ama de llaves que ayude en las tareas de la casa. En su búsqueda, le atrae un anuncio del periódico en el que se ofrece para dichas tareas cierta señora que “no cocina, pero tampoco muerde”.
Todo lo que rodea al ama de llaves y a su excéntrico e intelectual hermano daría para un libro completo, pero el autor se detiene más en lo concerniente a la escuela y en los sentimientos y actitudes del niño que protagoniza y cuenta el relato.
Total, una obra original, refrescante, de fácil lectura, amable y bien contada. Todo lo que la convierte en muy recomendable para las ya cada vez más próximas vacaciones.
Por el título, ya que la palabra “silbar” trae consigo imágenes de tareas realizadas con gusto, de paseos tranquilos sin que ninguna preocupación altere nuestro ánimo, de juegos infantiles, de concursos risueños, y hasta de que, esto lo sabe bien el mundo salesiano, el solo hecho de saber silbar devuelva a un joven pobre e iletrado su perdida autoestima (Bartolomé Garelli).
Por el contenido, porque la historia habla de una escuela unitaria en Montana en el año 1909 y está contada por un hombre que ama la educación y que, desde su puesto de Superintendente de Instrucción Pública a finales de la década de los 50, cuando debe iniciar los trámites administrativos que harán desaparecer las escuelas unitarias, evoca aquellos acontecimientos que marcaron su infancia, ligados a la escuela y a las áridas tierras de las que su padre se esforzaba por sacar dificultosamente algún provecho.
La vida de ese niño, Paul, y su familia puede parecernos muy próxima a ciertas series televisivas de nuestra infancia, pero la obra en sí huye de sentimentalismos y no es ni mucho menos azucarada.
Todo empieza cuando el padre del protagonista, que se ha quedado viudo con tres hijos pequeños, decide contratar un ama de llaves que ayude en las tareas de la casa. En su búsqueda, le atrae un anuncio del periódico en el que se ofrece para dichas tareas cierta señora que “no cocina, pero tampoco muerde”.
Todo lo que rodea al ama de llaves y a su excéntrico e intelectual hermano daría para un libro completo, pero el autor se detiene más en lo concerniente a la escuela y en los sentimientos y actitudes del niño que protagoniza y cuenta el relato.
Total, una obra original, refrescante, de fácil lectura, amable y bien contada. Todo lo que la convierte en muy recomendable para las ya cada vez más próximas vacaciones.