Fue en el año 2008, al concederle el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, cuando leí un libro de Margaret Atwood, estaba editado por Alianza y su título era Resurgir.
Entonces escribí que Resurgir narra el viaje que la protagonista realiza, en compañía de una pareja de amigos y de su amante, a la casa en la que transcurrió su infancia en los bosques de Canadá. Ese viaje implicará a la vez un recorrido introspectivo hacia el descubrimiento de sí misma, las relaciones entre sus padres, la religión, la ecología, el amor, la maternidad, la muerte…; lo que la conduce a la conclusión de que uno no puede fundirse con la tierra y la naturaleza en general, prescindiendo del resto de los seres humanos; que se necesitan, con sus defectos y sus virtudes, las personas.
Margaret Atwood, poeta, novelista, crítica literaria, profesora y activista política canadiense, es una humanista y como tal se muestra en sus libros, el citado Resurgir (1972), profundo y bello, y el que hoy traigo a Opticks, El cuento de la criada (1985), en el que se basa una reciente serie para la televisión que ha conseguido ya cinco galardones en los premios Emmy 2017.
Como soy de naturaleza pesimista, pienso que el atractivo de la serie tendrá poco que ver con el mensaje que subyace tras la historia que cuenta la escritora, hasta puede que pase inadvertido en el transcurso de unas escenas de enorme sensualidad, sexualidad explícita y contenida, violencia y la sumisión más abyecta.
El cuento de la criada es un relato de ciencia ficción distópico, al estilo de Un mundo feliz o 1984, pero en este caso es una mujer, Defred, la que nos va contando su vida, tanto presente como pasada, en la república teocrática de Gilead, creada en los Estados Unidos después de ser atacados por el terrorismo islámico y padecer diversas catástrofes nucleares.
Margaret Atwood escribió El cuento de la criada mientras vivía en Berlín oeste antes de la caída del muro. Quizá por eso no le resultaría demasiado difícil mostrar una sociedad cerrada, en la que la delación y el miedo estaban muy presentes, junto a la imagen amenazante de un muro defendido por soldados con perros y metralletas.
En la república de Gilead también existe un muro, en él cuelgan los cadáveres de los disidentes que han sido ajusticiados. Siempre les tapan la cabeza con un capuchón, son las no personas.
Además del muro y de los Ojos (guardianes que vigilan), las mujeres de Gilead están divididas en castas que se diferencian por su función y la forma como van vestidas. Las Marthas, que cocinan y se ocupan de los trabajos de la casa, van de verde. Las hijas, vestidas de blanco, son las que menos abundan, ya que la guerra y las catástrofes ambientales han diezmado la población y alterado los nacimientos. Esa es la razón de que las criadas, principales protagonistas del cuento y con vestidos rojos, sean elegidas según lo que rinden o rindieron sus ovarios.
Así que, tras un adoctrinamiento previo por parte de las llamadas “tías” (de marrón) que incluye eslóganes religiosos y castigos propios de la peor de las sectas, son enviadas al domicilio de los altos cargos de la república con la misión de engendrar hijos, previa violación por parte del alto cargo en la que participa su esposa (de azul) en una ceremonia ritual bastante lúgubre. A los dos años cambian de casa y si tras su paso por las tres viviendas no han tenido ningún hijo, se las ejecuta o se las envía a las colonias, lugares fuera de la república llenos de residuos radiactivos en los que se consumen quienes no son de utilidad para el régimen.
Aunque su existencia se reduzca principalmente a ser fecundadas y parir, las criadas abandonan la casa cuando van a comprar, en silencio y de dos en dos, como acompañantes en los partos y como espectadoras en los ajusticiamientos de aquellos o aquellas que no cumplen las normas.
Defred (de Fred, nombre del amo que intenta fecundarla) fue tiempo atrás una mujer libre, enamorada de su marido, con una preciosa hija, un gratificante trabajo y una independencia económica. Luego, poco a poco, con la excusa del peligro exterior, los que mandan se lo van arrebatando todo, hasta que la dejan reducida a una vasija que hay que llenar.
Si tenemos en cuenta la fuerza de lo expuesto, es lógico que en El cuento de la criada encuentren los guionistas buenos materiales para una serie de éxito. Lo que ocurre es que el libro de Margaret Atwood, además de estar muy bien escrito, no es una sucesión de imágenes morbosas, violentas o sexualmente explícitas, sino una profunda reflexión sobre el poder, la condición femenina y los métodos de los que se han valido y se valen los totalitarismos de cualquier signo para someter a las personas.
Algunos se están refiriendo ya a Donald Trump, supongo que será por aquello de la América profunda, el presbiterianismo y el muro que pretende construir. A mí se me ocurren otras referencias, por ejemplo, los talibanes en Afganistán o el grupo yihadista Boko Haram en Nigeria, partidarios de imponer la sharía a sangre y fuego con efectos nefastos sobre la libertad y dignidad de las mujeres.
Al menos en Arabia Saudí, país en el que rige la sharía, hay que manifestar que algo más leve, les van a permitir conducir el año próximo. Dado que según ciertos ulemas el cerebro femenino es la mitad del masculino o algo menos, han de dejarles tiempo suficiente para que aprendan el complicado código.