KOKORO

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Tal vez sea por mi estado de ánimo actual o por el contenido del libro en sí, el caso es que el malestar que sentí al inicio de su lectura se ha hecho notar durante toda ella.

El libro se titula Kokoro, está considerado como una de las obras imprescindibles de la literatura universal. Su autor es el escritor japonés Natsume Soseki, que lo publicó por entregas en Japón el año 2014. La introducción, traducción y notas, que aparece en la edición digital de Titivillus, corre a cargo de Carlos Rubio.

Debo decir, y lo desconocía, que Natsume Soseki, poeta, ensayista y autor de novelas, cuyas páginas se incluyen en los libros de texto de los niños y adolescentes japoneses, es el autor moderno, y a la vez clásico por excelencia de Japón.

Su historia personal, relacionada con los cambios experimentados por Japón a finales del siglo XIX, así como las característica de sus obras, extendiéndose en ésta que nos ocupa, la encontramos ampliamente detallada en la citada introducción de Carlos Rubio.

El término japonés kokoro significa, según el diccionario, una variedad de conceptos que van desde “corazón”, “mente”, “interior”, “espíritu”, “alma”, hasta “intención”, “concepción”, voluntad”, “sensibilidad” y “sentimiento”.

Teniendo en cuenta los conceptos anteriores, es lógico que la lectura de Kokoro conmueva y haga aflorar sensaciones y afectos que suele desearse permanezcan escondidos.

Porque Kokoro escudriña con meticulosidad de orfebre la forma de pensar y comportarse de sus protagonistas. Una forma de pensar y un comportamiento que pueden conducir a la soledad interior más absoluta, al aislamiento y a tomar decisiones irreparables.

Kokoro se divide en tres partes: Sensei y yo, Mis padres y yo y La carta de sensei.

En Sensei y yo, un joven estudiante narra en primera persona el encuentro durante las vacaciones con un hombre adulto, que le causa una impresión tal, que decide convertirlo en su maestro, en su sensei.

Deducimos que el joven, como tantos en una etapa determinada de la vida, buscaba y necesitaba un modelo, un asidero, y pensó que ese hombre, que después descubrimos es un intelectual solitario que no trabaja en nada, porque sus rentas se lo permiten, y está casado con una bella mujer, podía aportarle las enseñanzas que demandaba.

Algo que sensei negó desde el principio, explicando al muchacho que no debía esperar nada de él, que no le conocía en profundidad y no podía aportarle ninguna enseñanza positiva.

Sólo le aconseja, al avanzar ya en Tokio la relación entre ambos y con la esposa del adulto, y saber que el joven tiene dos hermanos más y un padre muy enfermo, que aclare todo respecto a la futura herencia para evitar problemas familiares.

En Mis padres y yo, el joven, conseguida su licenciatura, regresa a la casa de sus padres en el pueblo; la enfermedad del padre se agrava y recibe una carta de sensei.

En la tercera parte, la más extensa, La carta de sensei, también en primera persona, éste le cuenta toda su historia. Una historia en la que están presentes la traición, el amor, la soledad y la culpabilidad.

El estilo del libro es sencillo, quizá por eso el relato de Soseki llegué más al corazón del lector. Las frases son cortas y concisas. Hay un enorme vigor descriptivo en los pequeños detalles y es extraordinaria la capacidad analítica que muestra el autor al presentar las motivaciones de los personajes.

Preciso es destacar lo que Carlos Rubio denomina “el lirismo de los silencios”, cuando éstos se producen a lo largo de las relaciones que mantienen los protagonistas.

También es destacable que la tensión dramática permanezca desde el principio hasta el fin de la narración. De ahí quizá mi malestar, porque cuesta y tal vez sea imposible para los simples mortales, como parece pretender Natsume Soseki en su trayectoria vital , “Seguir al Cielo y abandonar el yo”.

En este sentido, quiero terminar la reseña de hoy con uno de sus hermosos poemas.

El camino a la verdad es solitario, remoto, escondido.

Pero con un corazón limpio, por él recorro pasados y presentes.

¿Hay un yo en las aguas azuladas, en las azuladas colinas?

Todo es cielo, todo es tierra: artificio no hay en ellos.

En la luz mortecina del crepúsculo, la luna se aparta de la hierba;

y la voz sorda del viento de otoño se queda entre los árboles.

Olvidaré mis ojos y mis oídos; perderé el cuerpo.

Sólo en el vacío entonaré de las nubes el blanco cántico.

 

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