He leído, de nuevo, La nieta del señor Lihn del escritor francés Philippe Claudel y, de nuevo, le he dado las gracias mentalmente a mi padre por haberme sabido transmitir cuando era una niña el inmenso placer de la lectura.
Porque cada una de las páginas de este pequeño libro supone una experiencia placentera por su singular contenido y la manera de expresarlo.
De Philippe Claudel también leí hace algún tiempo Almas grises, una especie de novela policiaca en la que el gris es el tono dominante, pero no el gris de la muerte, ni del duro clima invernal, ni siquiera el de la cobardía, sino el gris en el que se desenvuelve la condición humana: la ausencia de certezas absolutas, las sombras, los claroscuros, en suma, el peso rotundo de la duda.
Tanto La nieta del señor Lihn como Almas grises son obras extraordinarias cuya lectura proporcionará enormes satisfacciones a los lectores más exigentes. Philippe Claudel se expresa en ellas con un lenguaje sencillo, pero a la vez profundo y con imágenes de gran belleza que se visualizan sin dificultad. Todos los personajes están perfectamente caracterizados; su retrato psicológico es certero, manifestándose en la manera de actuar de cada uno.
Una muestra de ese lenguaje la encontramos en el párrafo que sirve de inicio a La nieta del señor Lihn. Un anciano en la popa de un barco. En los brazos sostiene una maleta ligera y a una criatura todavía más ligera. El anciano se llama Linh. Es el único que lo sabe, porque el resto de las personas que lo sabían están muertas.
Si tenemos en cuenta las dos últimas líneas, podíamos pensar que la historia que cuenta Philippe Claudel en este libro es triste. Son líneas que hablan de soledad, de desarraigo, de tragedia…
La familia del señor Lihn ha muerto en el transcurso de una de las guerras que asolaron Indochina a comienzos del siglo XX. Él ha logrado huir llevando sólo una maleta ligera en la que guarda ropa usada, un saquito de tierra de su campo y una fotografía familiar, además de la criatura que cobija en sus brazos a través de la cual el señor Lihn ve paisajes, mañanas luminosas, el lento y apacible paso de los búfalos por los arrozales, las alargadas sombras de los enormes banianos a la entrada de su aldea, la bruma azulada que desciende de las colinas al atardecer, como un chal deslizándose lentamente por unos hombros…
Gracias a esa criatura el señor Lihn no pierde la esperanza de hallar para ambos un futuro mejor.
Una esperanza que le impulsa a subir a un barco y viajar muchos días hasta llegar a una ciudad muy grande en la que tiene frío y encuentra gente extraña que habla una lengua que desconoce y camina de prisa, ajena a los demás, atropellándolo.
En la cabeza del recién llegado que acuna a la criatura permanece también la imagen de su hijo y de su nuera muertos por las bombas en los campos de la pequeña aldea en la que todos se conocían y ayudaban.
Imágenes de horror y de felicidad que se alternan según sea el estado de ánimo del hombre, aunque siempre predomina lo bueno, un pasado dichoso que le ayuda a seguir adelante, pese a la cantidad de contratiempos que se van presentando.
Hasta que frente a un parque de esa ciudad tan fría, el señor Lihn, cansado de dar vueltas y de andar, se sienta en un banco, y al poco advierte que ya no están solos, que junto a ellos se ha sentado un desconocido alto y grueso que le mira y mira a su nieta, esboza una sonrisa, enciende un cigarrillo tras otro, y empieza a hablarle de sus propias pérdidas en la lengua extraña que no entiende, pero que, por el tono que utiliza, no le supone ninguna amenaza.
Finalmente, como colofón de las confidencias, el desconocido coloca su mano grande y encallecida sobre el hombro del viejo, en un gesto amistoso que, posteriormente, cambiará para bien la vida de esas dos personas.