El orden es otro de los placeres que estoy ejercitando en estos días. Recuerdo bien que cuando regresaba de Granada, donde estaba estudiando, a mi ciudad habitual, ponía patas arriba la casa, extrayendo de los muchos cajones todo aquello que mis padres habían colocado, sin demasiado mimo según mi parecer.
Entonces no pasaba como ahora, que la ausencia familiar a causa del estudio dura poco y las comunicaciones a través de los más variados medios son frecuentes. El regreso se producía cada trimestre y en los cajones encontraba las cosas más variadas, incluyendo regalos que ellos no me habían podido hacer llegar.
La vida me ha obligado a ordenar a lo largo del tiempo y entre lágrimas otros muchos cajones, que esta vez contenían enseres y recuerdos de personas que nunca volverán a reclamarlos.
Pero en estos momentos no toca hablar de eso, sino del sentimiento placentero que obtengo arreglando cajones, cuando todo ha quedado ya en su sitio y viene a mi cabeza la frase que solía repetir a mis hijos con escaso provecho. Aquello de “un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio”.
Sin embargo, confieso que en los presentes días el arreglar cajones hace aflorar en mí un sentimiento nuevo. No si se trata de ropa o cacharros, pero sí de revistas, artículos de prensa y diversos papeles que he guardado por su interés futuro. Al repasarlos, me voy dando cuenta de que nada de eso tendrá, cuando terminen los confinamientos, la menor importancia.
Todo será distinto y mejor. Confiemos.
Como confía Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro, el libro cuya lectura continúo y cada vez con más entusiasmo, al haber superado los capítulos en los que se dedica a analizar los cinco demonios interiores que nos mediatizan; a saber, la violencia, el dominio, la venganza, el sadismo y la ideología.
Pronto, muy pronto, llegarán los ángeles. En gran cantidad de lugares ya han notado su eficaz y beatífica presencia.