RUBÉN DARÍO

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El 6 de febrero de 1916 murió en su patria, Nicaragua, Rubén Darío; ayer hizo cien años. No sé si en los libros escolares actuales aparecen poemas del poeta nicaragüense, como sucedía en los que yo estudiaba de niña, donde era frecuente encontrar algunas de sus Rimas:

 Allá en la playa quedó la niña.

¡Arriba el ancla! ¡Se va el vapor!
El marinero canta entre dientes.
Se hunde en el agua trémula el sol.
¡Adiós! ¡Adiós!

  La Marcha triunfal:

 ¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines.

La espada se anuncia con vivo reflejo;
Ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

Su muy conocida Sonatina:

 La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?

Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
Que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
 
O el poema, también muy conocido, que dedicó A Margarita Debayle:

Margarita, está linda la mar,

y el viento
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.

 Insisto, no sé si ahora los estudiantes tendrán ocasión de leer al gran poeta del Modernismo, el que se refería de este modo a sí mismo:

 
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.

 El que admiraba profundamente a Paul Verlaine, el poeta francés que ligaba íntimamente la poesía con la música: De la musique avant toute chose; pero también al Cid, a Walt Whitman, a Valle–Inclán, a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Don Quijote para el que escribe su Letanía:

 ¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida,

con el alma a tientas, con la fe perdida,
llenos de congojas y faltos de sol,
por advenedizas almas de manga ancha,
que ridiculizan el ser de la Mancha,
el ser generoso y el ser español!

  Tal vez ya no se estudie, sin embargo, su poesía en la que reivindico la métrica castellana y el alejandrino francés, con la que aprendimos mitología griega y romana; descubrimos Oriente, sus dragones, sus sedas, sus jazmines…; nos perdimos por jardines exóticos habitados por cisnes y princesas; y hasta quizá permitió que nos convirtiéramos (fue mi caso concreto) en un orgullo para nuestros padres (el mío me hizo aprender muchos de estos poemas de memoria con los que deleitar a las visitas); su poesía ocupa y ocupará siempre un lugar privilegiado en mis recuerdos, ahora que ya puedo decir con propiedad aquello de:

 Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…

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