EL BALCÓN EN INVIERNO

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En ocasiones, cuando te adentras en las páginas de un libro, mucho de lo que lees en ellas parece reproducir, tanto escenas de tu propia vida, como los pensamientos que las acompañaron.
Eso acaba de ocurrirme con la última obra de Luis Landero, El balcón en invierno, en la que el autor extremeño, dispuesto a escribir la novela que empieza a tomar forma en su mente, llevando ya unos folios redactados, se va poniendo cada vez más triste y no encuentra sentido a su trabajo ahora que, casi viejo, pueden verse las primeras sombras del crepúsculo al fondo del camino.
El abatimiento que le impide seguir con la escritura le hace preguntarse por el impredecible futuro como lo que es “un tipo inseguro que descree de sus cualidades”, y a mirar al pasado con nostalgia.
Nostalgia de lo que se vivió. “Pero también de lo que no llegó a vivirse, de los alegres decires nunca dichos, de las correrías nunca emprendidas, de los amigos que no tuve, del amor apenas presentido”.
La mirada introspectiva continúa y también las preguntas unas páginas más. Contempla el paisaje habitual por la ventana, reflexiona, duda, sale a la calle, pasea por el barrio y, de nuevo en el balcón, rememora otra escena que vivió al lado de su madre en 1964, a fines del verano, cuando él tenía dieciséis años, ella cuarenta y siete y el padre, con cincuenta cumplidos, había muerto en mayo.
De ahí en adelante se suceden los capítulos en los que el escritor nos relata su historia y la de su familia, desde la aldea extremeña cerca de Portugal en que vivió de niño, hasta el momento en el que descubrió que lo que más amaba en este mundo era escribir.
Y así, línea tras línea, con la sencillez que otorga la valía, Luis Landero nos habla de su infancia. De las casas del pueblo y del castillo, la forma de vestir y el mobiliario, las comidas, las fiestas, las historias alrededor del fuego, el trabajo sin fin del campesino.
Se pregunta por qué oscuros caminos llegó a ser escritor, creciendo en una casa donde no había libros y con un padre cuya mayor ilusión era verlo ejercer como abogado.
Un padre descontento con su propio destino que, una vez en Madrid, ciudad a la que llegaron desde el pueblo en pos de nuevas metas, le obligó a cursar un bachiller de ciencias por aquello de las salidas, que le buscó trabajos que nada le decía con la intención de que se convirtiera en alguien de provecho y lo castigó con severidad cada vez que se apartó de la senda adecuada.
Sin embargo, al mirar hacia atrás, Luis Landero no juzga. Analiza las motivaciones de los que lo precedieron, comprendiendo el porqué de la manera de actuar de cada uno.
Surge así ante los ojos del lector un cuadro evocador e ilustrativo de la España que fue, sin nada de amargura. A su modo, sus familiares campesinos podríamos decir que eran felices, aunque nunca, tal vez, pensaran sobre ello. Tenían en torno una red protectora de costumbres venidas desde antiguo que les hacía no preguntarse demasiadas cosas.
Niñez en el pueblo y adolescencia y juventud en Madrid. Primeros poemas, poetas favoritos: Antonio Machado, Bécquer. Juan Ramón, Lorca, Tagore, Neruda…Lector ferviente de todo lo que caía en sus manos hasta que un profesor, al que no olvida, pone a su alcance a Borges, Valle-Inclán, García Márquez, Melville, Kafka
Y de libros trata Luis Landero en el penúltimo capítulo de El balcón en invierno que titula Elogio del cubil, con el que pongo fin a esta breve reseña. Habla en él del ansia de la belleza exquisita que creía disfrutaban los muchachos de clases superiores que venían al pueblo y a los que contemplaba desde lejos. Un ansia de belleza que reconoció al leer El gran Gatsby. La dolorosa certeza de que nunca podría pertenecer a aquella casta poderosa y feliz lo llevaba a recluirse en su casa. Una casa llena de lugares que estaban hechos como a propósito para acoger la soledad de un niño.
Y continúa diciéndose Landero (y yo también con él): “La ensoñación de un lugar secreto, de un refugio, siempre me ha subyugado. Un día deberías escribir algo sobre el refugio como motivo literario, Elogio del cubil, podría titularse. Porque los mejores y más seguros escondrijos los has encontrado siempre en los libros”.

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