EL JILGUERO

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Vuelvo de la biblioteca con un libro de 1145 páginas titulado El jilguero. No conozco a su autora, Donna Tartt, tampoco me ha llegado ninguna referencia del mismo. Así que he bromeado con los bibliotecarios sobre el tiempo que dedicaría a su lectura.
Sólo mis obligaciones domésticas y la certeza de que un atracón semejante podía resultar perjudicial en múltiples y variados aspectos, impidió que lo terminara en un día (le he dedicado cuatro).
Ahora entiendo por qué, lo supe a posteriori, El jilguero le ha valido a Donna Tartt la concesión del Premio Pulitzer de novela.
Desde la primera página, cuando Theo Decker, principal protagonista de la historia, recluido en la habitación de un hotel en Ámsterdam, desorientado y enfermo por el alcohol, las drogas, la falta de comida y los recuerdos, sueña con su madre, el lector se siente atrapado de tal manera, que siente la necesidad de saber qué pasará después.
Y cuando Theo, en las siguientes páginas, evoca la muerte de su madre a consecuencia de un atentado terrorista en el Metropolitan Museum de Nueva York, mientras los dos visitan una muestra de pintura holandesa y ella alaba a Rembrandt, Frans Hals o Vermeer, deteniéndose con especial arrobo ante un pequeño cuadro pintado en 1654 por Carel Fabritius que representa un jilguero atado con una cadenita, ya eres incapaz de dejar de leer.
Todo sucedió en Nueva York un 10 de abril frío y lluvioso. Theo tiene 13 años, su padre se ha marchado de casa y a él lo han expulsado del colegio. Esa mañana madre e hijo han de entrevistarse con el director. Aún es pronto para la entrevista, así que la madre decide entrar en el museo. Durante la visita, el chico está más atento a una niña pelirroja que recorre la muestra en compañía de un señor anciano. Se produce una explosión y, al recuperarse, Theo se encuentra tumbado junto a ese señor que, malherido, le entrega balbuceante un anillo y le pide que rescate el cuadro de Fabritius de entre los escombros.
No descubro nada más. He leído que Donna Tartt  publica un libro cada diez años. Tanta dedicación se nota en el cuidado exquisito que pone en cada uno de los aspectos de lo narrado, en los conocimientos que demuestra y en las técnicas que utiliza mientras describe ciudades: Nueva York, Las Vegas, Ámsterdam; ambientes: el mundo marginal del delito o la noche, el refinado y falso de Park Avenue; ocupaciones de unos y otros: restauración de obras de arte, juego como manera de ganarse la vida; sensaciones:   calor, frío, humedad, texturas, música, amor, belleza, duda, temor, angustia, disimulo, desconcierto, bondad, maldad… Literatura en estado puro.
Luego están las personas, todas te dicen algo, no existen personajes secundarios anodinos: Audrey, la madre omnipresente y añorada; Larry, el padre irresponsable y desorientado; Boris, el fiel y complicado amigo; Hobie, maestro, apoyo y referencia, Pippa, la amada inalcanzable. Y los señores Barbour y sus hijos, y los conserjes, médicos, profesores, traficantes, camareros, etc. Son tan reales, tan humanos, están descritos con tanta maestría, que los visualizas sin dificultad y te interesa o te conmueve todo lo que les pasa.
Se ha comparado a Donna Tartt con Dickens, recuerdo las mil y pico páginas de Casa desolada. Ella admira al escritor inglés, a Melville y a Dostoyevsky. Está claro que se trata de escritores con experiencias y estilos distintos.
Pero creo que tanto Dickens como Melville, Dostoyevsky y ahora Donna Tartt se sienten realizados escribiendo y buscan la excelencia en sus escritos. Todo lo cual facilita el reencuentro, por muchas páginas que tengan sus obras, hoy las 1145 de El jilguero, con el placer febril de leer.   

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