Siempre que me refiero a los poetas que han tenido un significado especial en mi vida hablo de Antonio Machado y hasta me apropio de su “Retrato” para explicar algunas de mis características personales y “morales”, aunque no haya nacido en Sevilla ni pasado 20 años en tierras castellanas.
Antonio Machado nació en Sevilla el 26 de julio de 1875 y murió en Colliure (Francia) el 22 de febrero de 1939, tenía pues 64 años y toda su vida estuvo ligada a la Literatura: artículos en prensa, ensayos, obras de teatro pero, por encima de todo, poesía.
Y es a través de la poesía como quiero hoy, en el aniversario de su muerte, rendirle un homenaje de admiración y de agradecimiento.
Aunque nace en Sevilla:
“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero”;
pronto su familia se traslada a Madrid matriculándole para que continúe los estudios en la Institución Libre de Enseñanza.
La formación humanista que recibe en el Centro fundado por Giner de los Ríos, unida a la bonhomía de su carácter, le convierten en un hombre de gustos sencillos dedicado a sus libros y a su trabajo y fiel a unas ideas con las que siempre fue consecuente.
“Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, en vez de un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”.
Influenciado, como otros muchos poetas de su tiempo, por la musicalidad que caracteriza la poesía de Rubén Darío, Antonio Machadoprocura no quedarse en la forma, cuida mucho el fondo del poema que conecta con las inquietudes de los seres humanos: el amor, la muerte, la soledad, Dios, el ansia de belleza, el pasado y el futuro.
Yo voy soñando caminos de la tarde.
¡Las colinas doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!…
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero…
-La tarde cayendo está-.
Adscrito a la llamada Generación del 98, Antonio Machado comparte los rasgos que caracterizan a los escritores pertenecientes a ella; por ejemplo, la sobriedad del paisaje castellano, la preocupación por el ser y el destino de España, los sueños, el recuerdo…
“Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira”.
Y fue en esa Castilla, mientras daba clases de francés en un instituto de Soria, cuando Antonio Machado conoció a Leonor.
“Allá en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando en sueños…
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco: dame
tu mano y paseemos”.
La muerte de su joven esposa hace que el poeta abandone Soria y vuelva a Andalucía, en concreto a Baeza.
“De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
a solas con mi sombra y con mi pena.
El río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares
por los alegres campos de Baeza”.
Desde Baeza, Antonio Machado se traslada a Segovia, ciudad en la que conocerá, cumplidos ya los 53 años, a una mujer casada (Guiomar) que será su último y platónico amor.
“Porque más vale no ver
fruta madura y dorada
que no se puede coger”.
Republicano convencido, en el año 1932 regresa a Madrid para intentar ayudar en cuestiones culturales a la República, hasta que empieza la guerra civil en 1936 y se marcha como otros muchos, incluido el Gobierno, a Valencia; de allí, en 1939, en un viaje durísimo en el que pierde sus libros, sus apuntes y todo lo que llevaba, a Francia, en concreto a Colliure, población en la que morirá el 22 de febrero de ese año a los veintitrés días de haber llegado.
“Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”.