Desde que el pasado 28 de marzo el poeta mejicano Javier Sicilia recibiera la noticia de que su hijo Juan Francisco había sido asesinado por narcotraficantes, y tras el dolor desgarrador e infinito que tal hecho le produjo; dolor que le impulsó a alzar su voz en contra de la total impunidad con la que actúa el narco en el país azteca, a pesar de haber provocado ya más de treinta y seis mil muertos, el citado poeta, sin pretenderlo, se ha visto al frente de un multitudinario movimiento cívico que desea parar esta barbarie.
Cita Javier Sicilia a Octavio Paz diciendo: “Si hay poetas en una nación, el alma de esa nación todavía está viva”. Sin embargo, él no cree que las gentes secunden sus protestas porque es poeta, sino por el horror de tantas muertes y la pasividad de una clase política corrupta.
Reflexionando sobre experiencias propias años atrás, aunque Javier Sicilia asegure que la gente no se moviliza porque él sea poeta, pienso que los poetas han jugado, juegan y jugarán un papel importante en la movilización de las personas.
En épocas cruciales de mi vida, la poesía fue, como escribió Celaya, “un arma cargada de futuro”. Junto a otros, comencé “a galopar” guiada por Alberti. Compartimos los versos que José Agustín Goytisolo dedicara a su hija en “Palabras para Julia”. Levantamos la voz con Blas de Otero. Nos rebelamos con Miguel Hernández…
Entonces “los mercados” eran algo muy ajeno a nosotros. Pedíamos “la paz y la palabra”, queríamos libertad, aunque sin ira.
Ahora, en este tiempo extraño en el que los mercados controlan cada instante de nuestra existencia, en el que el dinero de los poderosos crece al abrigo de confortables paraísos fiscales, en el que ayudamos a derrocar dictadores sólo si nos conviene, en el que unas televisiones infumables envenenan y atontan las mentes de las masas.
Pero que también por el ciberespacio vuelan sin ataduras las noticias, quedan en la retina las imágenes de un hombre, una mujer que han dicho ¡basta! a la censura y a la tiranía.
Un hombre, una mujer que no se arredran ante el terror que imponen los más fuertes, que gritan, como el gran Miguel Hernández en sus Vientos del pueblo: “Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta”; aconsejo volver a los poetas, aconsejo volver al que aún no haya vuelto.
Leamos a Celaya: “Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos”.
Pongámonos en marcha con Alberti: ¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar! Mantengamos activa la palabra, siguiendo a Blas de Otero: “Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré como un anillo al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”.
No permitamos que nos cuenten cuentos. Sabemos, al igual que sabía León Felipe “que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos”.
Tengamos claro, como Goytisolo José Agustín, que: “Un hombre solo, una mujer, así tomados, de uno en uno, son como polvo, no son nada”.
Aceptemos, lo dice Benedetti, que quedan muchas cosas por hacer: “Tender manos que ayudan, abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno”; y sobre todo, para los más jóvenes: “Queda hacer futuro, a pesar de los ruines del pasado y los sabios granujas del presente”.