Un libro más. Resultaba obligado, después de Dublinesca, leer algo de Joyce. Me decidí por una obra de título similar a la de Vila-Matas, se trata de Dublineses, un conjunto de historias que, según nos adelanta el título, protagonizan gentes de Dublín.
Son quince relatos que recogen la vida de personas de distintas clases sociales, desde las más humildes, en Eveline y Arcilla, hasta la burguesía acomodada de Una madre o Después de la carrera.
De igual modo, al tratarse de quince relatos sobre los habitantes de la ciudad, Joyce aprovecha para abordar, entre otras, cuestiones como la religión en La gracia, o la política en Día de la patria en la oficina del partido. Así como para hacer participar en los mismos a personas de edades diferentes: niños en Araby, Las hermanas o Un encuentro; adultos y viejos en Dos galanes, Un caso doloroso y Los muertos. Este último relato, muy citado en Dublinesca, fue llevado al cine por John Huston.
Dicen los críticos que James Joyce amaba la verdad, y por eso pretende que sus historias sean del todo veraces. Aquí recuerdo lo que decía al respecto Vargas Llosa en el libro La verdad de las mentiras; porque ¿qué es la verdad? Hasta Pilatos lo preguntó a Jesús y no obtuvo respuesta.
Las verdades que captura Joyce en sus quince relatos podrían responder a lo que él gustaba llamar “epifanías”, momentos fugaces y vertiginosos que deslumbran, conmueven o aterrorizan, pero que hacen vivir intensamente, al reflejarse en ellos la humanidad sin ningún artificio. Una humanidad, casi siempre, en su lado más negativo y oscuro.
También James Joyce amaba a su país, a esa Irlanda que no reconoció hasta muy tarde el genio del autor. “Amo a España porque no me gusta”, afirmaba Unamuno; y el disgusto de Joyce por la Irlanda cerrada, religiosa y mezquina aflora en sus relatos; a la vez que una cierta nostalgia por todo aquello que debiera ser y no llega a ocurrir, debido a la «parálisis» que atenaza la vida cotidiana de sus conciudadanos.
Son quince relatos que recogen la vida de personas de distintas clases sociales, desde las más humildes, en Eveline y Arcilla, hasta la burguesía acomodada de Una madre o Después de la carrera.
De igual modo, al tratarse de quince relatos sobre los habitantes de la ciudad, Joyce aprovecha para abordar, entre otras, cuestiones como la religión en La gracia, o la política en Día de la patria en la oficina del partido. Así como para hacer participar en los mismos a personas de edades diferentes: niños en Araby, Las hermanas o Un encuentro; adultos y viejos en Dos galanes, Un caso doloroso y Los muertos. Este último relato, muy citado en Dublinesca, fue llevado al cine por John Huston.
Dicen los críticos que James Joyce amaba la verdad, y por eso pretende que sus historias sean del todo veraces. Aquí recuerdo lo que decía al respecto Vargas Llosa en el libro La verdad de las mentiras; porque ¿qué es la verdad? Hasta Pilatos lo preguntó a Jesús y no obtuvo respuesta.
Las verdades que captura Joyce en sus quince relatos podrían responder a lo que él gustaba llamar “epifanías”, momentos fugaces y vertiginosos que deslumbran, conmueven o aterrorizan, pero que hacen vivir intensamente, al reflejarse en ellos la humanidad sin ningún artificio. Una humanidad, casi siempre, en su lado más negativo y oscuro.
También James Joyce amaba a su país, a esa Irlanda que no reconoció hasta muy tarde el genio del autor. “Amo a España porque no me gusta”, afirmaba Unamuno; y el disgusto de Joyce por la Irlanda cerrada, religiosa y mezquina aflora en sus relatos; a la vez que una cierta nostalgia por todo aquello que debiera ser y no llega a ocurrir, debido a la «parálisis» que atenaza la vida cotidiana de sus conciudadanos.
En el libro que hoy nos ocupa, de sus conciudadanos dublineses.